9 dic 2009

El oficio de la pasión.




En vidas como las nuestras, donde todo parece destinado a transformarse, la vocación se manifiesta como un fenómeno anó­malo: resiste, indoblegable, el paso del tiempo; expresa, en su constancia sin mengua, la magnitud de su misterio.
La vocación, digámoslo desde ya, no es una elección. Hay, entre una y otra, radicales diferencias. La elección es siempre obra del sujeto; la vocación, en cambio, da forma al sujeto, lo constituye. Sí, la vocación nos elige. Ella dispone de nosotros, se nos impone.

Podemos, es cierto, desatenderla; no obrar en consonancia con su signo. Pero ese desapego acarrea un costo y ese costo, invariablemente, es el de un profundo desasosiego. Es que al no aceptar ser lo que hacemos, difícilmente podamos llegar a ser lo que queramos. Es fácil, sin consecuencias, dejar a un lado esto o aquello. Gustos, aficiones, y hasta intereses pueden soslayarse sin riesgo. Pero no una vocación.

Del vigor de una Vocación, sin embargo, no sólo habla su te­naz persistencia en el tiempo. Mucho dice de él, además, la em­pecinada decisión con que enfrenta el rechazo que a veces le evi­denciamos. Porque si es cierto que quebrantar una vocación equi­vale a perderse, no haberse visto impulsado alguna vez a terminar con ella implica no haberla sentido en toda su compleja intensi­dad. Es que una vocación tiene, también, mucho de insoportable. Por naturaleza es absorbente, despótica, inflexible. No tolera am­bigüedades ni deserciones, no soporta siquiera claudicaciones ocasionales ni deserciones en su asunción. Exige obediencia, es­tricto acatamiento. Y lo exige bajo el doble imperativo de la ple­na subordinación a su mandato y la total consagración a su senti­do. Todo ello, como se ve, convierte a la vocación también en una penuria. Porque si es cierto que en su cumplimiento encuentra quien la sirve una de sus máximas satisfacciones, esa misma entrega hace con que los padecimientos que su realización impone alienten, por momentos, el deseo de olvidarla o, al menos, de alternar entre su yugo férreo y alguna opción menos perentoria y acaso más amena. Es que a veces se hace imprescindible sentir, aunque sea fugazmente, que es nuestra voluntad y no nuestro destino la que comanda el rumbo de nuestra vida, libre al fin del oscuro y poderoso mandato que la ha escogido como su voce­ra. El que alguna vez anhelemos vernos sustraídos al imperioso tener que obrar dispuesto por la vocación, no deja tampoco de vincularse al hecho de que jamás se sepa a ciencia cierta si es re­cíproca la pasión que une al creyente con su fe. Podrá compren­derse con claridad, en un momento dado, qué exige de nosotros la vocación pero difícilmente llegará el instante en que nos sintamos persuadidos de está sirviéndola como se debe.

Por cierto, el reverso de tanta inquietud es la alegría mayor de contar con una pasión o, mejor aún, la alegría de saberse agra­dado por ella. Y es que, antes que nada y por sobre todo, una vocación. es la más espléndida victoria que un corazón puede lograr sobre la rutina y la indiferencia, y aun sobre la muerte. Porque la muerte puede derrotarnos sólo si nos sorprende fuera del ejercicio de nuestra pasión. Se trata, vista así, de un auténtico privilegio, de un atributo singular. Y quien se entienda como acreedor de ta­maño beneficio sabrá que nada ha hecho para merecerlo y que siempre será poco cuanto de sí mismo dé para estar a la altura de la ofrenda.

Jactarse de contar con un don semejante es más que un acto de frivolidad: es un indicio triste de incomprensión de su idiosin­crasia. La vocación prueba, con su intrincada naturaleza, que el hombre cabal no es el presuntuoso que se juzga patrón de su al­ma, sino aquél que se sabe a merced de inclinaciones y misteriosos mandamientos que lo fuerzan a desconocerse, si de verdad se quiere reconocer

La vocación revela a quien lo abraza que es depositario de un mandato esencial y no el forjador del mismo. Es cierto que la función de ese depositario es, en grandísima medida, la de reali­zar tal mandato. Pero se trata de cumplir una orden, no de darla. Si hemos de creerle al magnífico Stendhal, no hay nada más hermoso que tener por oficio la propia pasión. Pero, con igual contundencia y menor inspiración, reconozcamos que nada es más extraño, a la llora de averiguar qué se quiere, que verificar que algo se manifiesta a nuestro espíritu ya no como lo que even­tualmente podríamos hacer sino, tajantemente, como lo que no podremos dejar de ser. Y es en este punto crucial donde cabe re­conocer de qué cantera extrae su goce el hombre vocación. Lo extrae de su persistencia, de la perseverancia con que milita en las filas de su pasión. El es el hombre que insiste, que cava, que trabaja.

Santiago Kovadloff
Consagrarse a una vocación, empero, no implica necesaria­mente contar con aptitudes de excepción para su cumplimiento. Casi nunca el hombre de vocación difiere del que no lo es por el caudal de recursos de que dispone. Difiere de él, eso sí, por su imposibilidad de dejar de hacer. Aunque no logre llegar adonde quiere no puede renunciar a encaminarse hacia allí. Bethoven lo ha escrito con la ejemplar claridad de los entendidos: “Persevera,– propone en carta a su amiga Emilic M., el 17 de julio de 1812– no te contentes con ejercer el arte; penetra también en su ser íntimo. En el verdadero artista no hay soberbia; él sabe, des­graciadamente, que el arte no tiene límites y siente, oscuramente, qué lejos está de la meta, y aun cuando pueda ser admirado por los demás, deplora no haber llegado todavía allí donde lo mejor de su genio no resplandece más que como un sol lejano”.


Al hablar de la vocación es usual que recurramos al verbo tener. Así es como decimos que ella tiene o que yo tengo voca­ción. Lo correcto, en cambio, sería decir que a mí o a ella no, sostiene una vocación; ya que, si de tener se trata, es sin duda la vocación la que nos tiene en su poder. Es que la vocación guarda en un puño al corazón que alimenta. Por congénita idiosincrasia, la vocación es hegemónica e imperativa. Contrariamente es más que ajustada la expresión inversa, la que remite a una falta de vocación. De hecho, donde no hay vocación, donde el aliento de su estímulo espontáneo no sobreviene, inútiles resultan todos los esfuerzos por promoverla, vengan por donde vinieren. Si falta la vocación, quien de ella carece podrá decidir, con razonable liber­tad, en qué ocuparse. No ha sido elegido: podrá, en consecuencia, elegir. No está hipotecado por una irreversible dependencia hacia el mandato. Puede decidir qué hacer. El hombre de vocación en cambio, no tiene remedio, ha sido escogido. Si no acata el mandato impuesto, vivirá acosado por el dolor incesante de una trasgresión primordial. "El que desea y no obra ‑afirmó Wi­lliam Blacke‑ engendra peste". El hombre de vocación es, por eso, bastante más y bastante menos que cualquiera de sus congéneres. Bastante más porque conoce el fuego vivificante de la pasión. Bastante menos, porque su margen de acción está acotado por la fatalidad. No puede eludir el cumplimiento de su pasión, sin caer en desgracia. Al igual que el Dios Eros, celebrado por Fe­dro en el Banquete, la vocación es siempre joven, vital, arrollado­ra, el tiempo que transcurre no merma su lozanía. Envejecen sus emisarios, no la vocación; y su compleja idiosincrasia impide, además, que podamos prever el instante milagroso de su flora­ción. Porque si es cierto que una vez que se manifiesta ya no re­trocede, nadie sabe, en verdad, a que altura de una vida habrá de aparecer. Francia nos brinda, al respecto, dos ejemplos elocuen­tes: Rimbaud se supo poeta casi en la niñez y, cuando la muerte lo alcanzó, hacía ya mucho que vivía violentamente apartado de su vocación. Tenía por entonces la edad aproximada en que Montaigne, no sin asombro, se descubría ensayista.


Santiago Kovadloff
Del libro: La nueva ignorancia

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